Tierras de Nemar
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Génesis de los Dioses: Innos dios del Sol

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Mensaje por Karuel Yanger Miér Oct 25, 2017 9:06 am

INNOS: DIOS DEL SOL

Génesis

Zúmazun barrió con su túnica ceremonial, recamada en plata, los antiguos escalones que llevaban a la cámara más alta de la torre arcana de Tolshar. Enclavada en el extremo del cabo del mismo nombre, dominaba vigilante, las inmediaciones de la larga bahía; su playa de arena dorada y controlaba, hasta donde alcanzaba la vista, el inmenso océano que se difuminaba con el horizonte del cielo.

La subida había sido lenta pero obligada, impulsada de una parte; por la necesidad de los acontecimientos actuales, y de otra; por el recuerdo que le evocaba su difunto mentor. La expectación se coloreó en su rostro surcado de arrugas mezclado con la nostalgia que embargaba su mente al rememorar su juventud.

Se detuvo ante la puerta arqueada, giró la intrincada llave y empujó la pesada puerta que, se quejó por la falta de uso. Un olor rancio lo envolvió, un olor penetrante acorde con la árida tarea que debía llevar a término. Abrió dos ventanas y el olor salino de la brisa marina inundó la olvidada estancia con el rumor de las olas y el graznido de las gaviotas como sonidos de fondo.

Se quedó un rato observando fijamente la mesa de piedra redonda, labrada en su canto ancho con runas ahora en desuso. Se sostenía en único pilar también redondo, tallado con la forma de dos dragones entrelazados hasta que sus cabezas quedaban enfrentadas con las fauces abiertas en un gesto de ferocidad. Las alas desplegadas sustentaban el tablero pétreo en su circunferencia.

Encima reposaba un atril percudido por el tiempo y en este descansaba un voluminoso libro con esquinas guarnicionadas en metal y revestido en cuero, con tres símbolos en relieve: un sol radiante en un cielo despejado; un mar encrespado por el viento y una montaña cubierta de exuberante vegetación.

Un leve tinte de temor asomó en sus ojos, el peso de la historia que guardaban las páginas del único ejemplar en el que se había narrado la ascensión de los tres hermanos a dioses siempre le había producido un miedo reverencial.
Desde su aprendizaje con su maestro hasta su elección a decano de la liga del círculo sellado por sus integrantes, jamás había tenido la oportunidad de examinar el mítico tomo.

Se mesó la barba larga y canosa, con ademán resuelto y un brillo de convencimiento en sus ojos negros como pozos de insondable sabiduría. Se acercó al sillón de respaldo alto de madera de fresno de color blanco grisáceo. Deslizó los dedos por los relieves con motivos marinos, tallados con minuciosidad por el cincel del ebanista habilidoso que la había fabricado tiempo ha. Zúmazún apreciaba sobretodo la exquisitez detallada del hipocampo grabado en madreperla que coronaba el respaldo.

Se sentó con tranquilidad y con determinación abrió el cerrojo mágico pasando el anillo grabado con dos círculos concéntricos semejantes a eslabones entrelazados de una cadena y en el centro el símbolo del infinito: el emblema de la liga del círculo sellado.

La tapa del libro se abrió por si sola y una luminiscencia creció gradualmente hasta que la incandescencia llenó toda la visión del hechicero. Zúmazun agarró los brazos del sillón hasta que las venas se marcaron en sus manos nervudas; manos ancianas como los nudos de un árbol centenario, pero igual de fuertes y resistentes al paso del tiempo.
Comenzó a leer y mientras lo hacía, las palabras comenzaron a tomar forma de imágenes. El hechicero quedó inmerso en una vorágine temporal que terminó trasladándolo como espectador a un momento del pasado remoto. Un pasado de una época donde el oscurantismo y la barbarie reinaban y el caos consecuente hizo que se tambaleara la existencia de la humanidad en el mundo.


Doce hombres y mujeres de diferentes regiones humanas conocidas, caminaban alerta. Algunos eran vestigios de los últimos ejércitos de los grandes reinos, otros integrantes supervivientes de tribus, pero todos tenían en común que eran guerreros fieros e irreductibles.

Escoltaban a una mujer embarazada al borde del parto. Tendida sobre pieles y mantas en un carro que botaba con el traqueteo lento. Gesticulaba molesta cuando las ruedas encontraban algún bache que aumentaba el vaivén del vehículo. Una barriga muy hinchada a todas luces incomoda, avisaba del futuro alumbramiento que tendría lugar en cualquier instante.

− Aguanta mi niña, ya queda poco para llegar a la torre de Tolshar. Él te asistirá en el parto, es un hombre sabio y amable que conoce sobre medicina – dijo una mujer de piel roja y un tocado de jaguar de dientes de sable con un gran penacho de llamativas plumas rojas.

Era Shyral la última integrante de la tribu de las Garras Silenciosas.
Zúmazun pudo ver que su aspecto insólito y genuino era inimitablemente hermoso y peligroso a partes iguales.
Los colmillos del tocado le llegaban a las cejas, tenía prendidos por los laterales más plumas y piezas de metal redondeadas con relieves de felinos. Un collar con cuentas de colores y las mismas piezas metálicas adornaban su cuello. Dos broches rojizos sujetaban las cortas pieles de jaguar que tapaban sus atributos femeninos. De su cintura colgaba un cinturón con colmillos, piezas de metal y plumas rojas.
A la espalda portaba, sujeta con una correa una lanza corta empenachada en el astil con las mismas plumas carmesíes; de sus caderas sobresalían dos cuchillos anchos y muy curvos con mango de hueso parecidos a los que se usaban para amputar miembros.

Su piel roja, debido al rucu, estaba pintada con rayas blancas tribales de guerra. Aviso del estado de agresividad permanente en que se encontraba Shyral.
Caminaba descalza cerca del carro, no quitaba ojo a Dylarish la última superviviente de la tribu de los Colmillos Invisibles.

Su atuendo era igual de auténtico y espectacular que el de Shyral.
Tenía el pelo trenzado recogido en la coronilla con un tocado de una calavera de algún réptil, adornada con plumas violetas y azules y de ahí salía una larga coleta que le llegaba hasta las piernas, sujeta en su extremo por un broche de jade.

Una diadema con un gran jade triangular encima del puente de la nariz aumentaba el contraste con sus escleróticas teñidas de amarillo y sus cejas tatuadas. Una gargantilla primitiva con plumas, colmillos y cuentas de madera decoraba su cuello; unos aros grandes con jades redondos tintineaban en sus orejas. Vestía también ligera de ropa que sujetaba con prendedores de oro.

Su cuerpo pintado con formas tribales de color rojo intenso impresionaba. En sus brazos, por encima del codo, llevaba brazaletes de hueso y en la parte exterior de sus muslos estaban atados con cintas de cuero mandíbulas de animales. De su cintura colgaban dos cuchillos largos de aspecto terrible; con mango de madera y hoja aserrada con forma romboide; de su espalda colgaba un arco tallado con colmillos atados en sus extremos y un carcaj de cuero medio lleno.

− Pronto tendrás a tu hijo entre los brazos y todo el sufrimiento que hayas padecido hasta entonces habrá valido la pena – dijo Dylarish convencida intentando animar a Shyliadna.

La imagen se enturbió y rápidamente fluyó hacia adelante en el tiempo, al cabo de un rato volvió a aclararse en un nuevo lugar.

Un día sin sol, con el cielo plomizo llenando de penumbras una playa con un mar en calma, gris marengo desolador. La vegetación de las dunas cercanas estaba marchita, hecho que evidenciaba el veneno que corroía a la tierra. La ponzoña que le había inoculado Ayshef Tarok: suegro de Shyliadna.

Un grito de intenso dolor llamó la atención de Zúmazun. Vio a un hombre de mediana edad con mechones de canas encima de las orejas arrodillado en la arena atendiendo a Shyliadna, que con las piernas abiertas estaba pariendo. Los hombres se habían posicionado en las inmediaciones para dejarla intimidad y para proteger las cercanías. El resto de mujeres ayudaban en lo que podían a Tolshar.

− ¡Empuja, con todas tus fuerzas! Estás totalmente dilatada, noto la cabeza de tu hijo – la animaba el partero
Otro grito desgarrador llenó la ominosa quietud de la playa.

− ¡Meydalish, Yamihele, sujetadla las piernas! – ordenó Tolshar
Las guerreras lo cumplieron de inmediato.

− ¡Esheyrele, ayúdame! Como sacerdotisa habrás alumbrado alguna criatura ¿no? Cógela cuando te diga yo, tengo los brazos resbaladizos, y envuélvelo con la manta – instruyó Tolshar

Shyliadna notaba como sus genitales se desgarraban al paso de la cabecita de su hijo, con la mandíbula apretada, los puños cerrados agarrando sus ropas sanguinolentas, siguió empujando extrayendo las fuerzas de donde solo una mujer, en el momento de traer una nueva vida al mundo, era capaz de sacar.

− Aquí está, Shyliadna, es un niño hermoso – anunció Tolshar, mientras el lloro del recién nacido parecido al gemido lastimero de un gato hacia sonreír a todos.

De repente en el cielo plúmbeo un poderoso rayo de luz se hizo hueco entre las nubes opacas. La luminosidad y el calor bañaron únicamente al recién nacido eliminando la pátina de fluidos que le cubrirá, dejando ver la marca de nacimiento semejante a un sol.

− Se llamará Innos – jadeó Shlyliadna

Tras pronunciar el nombre otra contracción sacudió su cuerpo acompañada de su correspondiente grito de dolor.

− Viene otra criatura, preparaos, vamos dulce niña, esto no ha terminado – intento alentarla Tolshar.

− Tranquila Shyliadna, el pequeño Innos está bien, yo cuidaré de él mientras – la tranquilizó Shyral

Tras otro rato agónico, Tolshar sacó a su segundogénito.

− Otro niño, Shyliadna, vas a tener dos hombrecitos para ti sola – bromeó Tolshar

Sin esperarlo un chorro de agua verdemar, templado y cristalino se acercó al recién nacido, y lo bañó con mimo dejando al descubierto una marca parecida a una ola. Todos se quedaron estupefactos y sin saber que decir tras presenciar el milagro.

− Su … nombre … Adannos – acertó a decir boqueando su madre.

Y de nuevo otra contracción y ráfagas de espasmódico dolor recorrieron su cuerpo exhausto.

− No te preocupes, pequeña me quedaré con tu retoño a tu lado hasta que termines – le aseguró Dylarish.

− Esto en inconcebible, vas a tener otro bebé que cuidar, eres increíble Shyliadna – reconoció Tolshar.

Casi al borde del colapso físico y mental, agotada por el descomunal esfuerzo, Shyliadna sacó fuerzas de la flaqueza y empujó con la fiereza de una leona que defiende la vida de su cachorro.

− ¡Ya está aquí! Es una niña Shyliadna, una linda y maravillosa niña – voceó entusiasmado Tolshar

Sorpresivamente de la arena brotaron enredaderas con flores de infinidad de colores llamativos. Envolvieron al recién nacido perfumando su tierno cuerpecito, cuando se retiraron, quedo a la vista un antojo análogo a una montaña.

− Mi … hija … Khellos – susurró con la fuerza suficiente la fatigada Shyliadna antes de desmayarse.

La visión se oscureció otra vez y un fluido vertiginoso transportó a Zúmazun unas semanas hacia delante. Cuando las imágenes adquirieron nitidez pudo ver con claridad el escenario de una encarnizada batalla a los pies de la torre de Tolshar.

Derial un guerrero alto, esbelto, de porte apuesto se batía con agilidad blandiendo un tridente y protegiéndose con su égida de las bestiales embestidas de un ser oscuro, cubierto de una sustancia negro rojiza, de aspecto aproximado a un lobo, aunque algo más informe. Su cabello rubio ondeaba con sus furiosos movimientos, protegía el camino de entrada a la torre, implacable, con gesto adusto y concentrado en sus facciones de perfecta belleza varonil.

Algo más alejado a su derecha Ulombo Mondu un descomunal guerrero de piel oscura como el carbón lanzaba poderosos mazazos a un ser de tamaño enorme, similar a un saurio. Los abultados músculos, gruesos como troncos, de sus bíceps y cuádriceps, tensados por el despiadado combate, eran espectaculares. Su corpulencia que sobresalía de largo más que dos hombres anchos normales, bloqueaba el flanco de Derial, impidiendo que lo rodearan.

A la siniestra de Derial, Sher Drakal un guerrero norteño cubierto de pieles de raposas, con una pieza de metal redonda y gruesa unida por cadenas sujetadas a su contorno, con la cabeza de un lobo grabado en relieve al mínimo detalle, agitaba su partesana labrada en sus partes metálicas con los emblemas de su extinta tribu. Su melena negra se agitaba sin cesar y, por su larga barba oscura resbalaban los restos pringosos de la criatura con aspecto de oso deforme que, había alanceado. Unas hachas de metal bruñido se balanceaban en su cintura esperando su turno de hendir cráneos. Los tambores de guerra de su tribu masacrada todavía retumbaban en sus oídos instigando su ardor guerrero; enardeciendo su espíritu indómito; consiguiendo que no olvidara el orgullo de ser un guerrero libre y temido como último representante del Clan de los Aulladores Boreales.

− ¡Manteneos firmes, no cejéis terreno, la última oportunidad de la humanidad depende de nosotros! – bramaba con voz estentórea una mujer pelirroja de mirada furiosa que blandía un mandoble de considerables dimensiones.

Adril Seymbal comandante emérita, distinguida con el galardón del águila imperial dorada, de las legiones del malogrado imperio de Falkuria; única superviviente de la batalla de Zurhmal; representante de la magnificencia perdida de la nación en pleno apogeo, más poderosa, avanzada y excelsa que hasta entonces había existido. Coordinaba a los hombres con autoridad indubitada en el combate cuerpo a cuerpo. A sus costados un amasijo de miembro amputados evidenciaba la contundencia inmisericorde de la veterana oficial.

Desde la torre Dylarish y Valnik un arquero de la arrasada tribu de la Zarpa Roja disparaban sus flechas en una sucesión rítmica que caían como una llovizna localizada en los pescuezos y ocelos de las bestias oscuras.
La vista cambió progresivamente hasta enfocar la azotea de la torre, allí Estaban Shyral con Adannos en brazos; Esheyrele con Innos y Shyliadna con la pequeña Khellos. Los restantes les rodeaban protegiéndoles de unas bestias voladoras impregnados de la misma sustancia nociva que convertía animales corrientes en monstruos horribles.
Tolshar con la ayuda de su aprendiz, Bréldigar, dibujaba con precisión una red de magia ancestral cuyos símbolos atávicos procedían de los primigenios. Una vez terminada, colocó con rapidez a las portadoras de los recién nacidos, y en el centro de la urdimbre colocó a Shyliadna junto a él.

− Bréldigar, estás preparado para la misión que tienes que llevar a cabo en los próximos años, antes de que se rompa la barrera que voy a crear, sabes que confío en ti – se despidió Tolshar

− ¿Es necesario? No quiero perderte, todavía no. Estaremos perdidos sin ti – suplicaba llorando Shydliana


− Mi dulce niña, es la única manera de protegeros con garantías. No lo hago por la humanidad, lo hago porque ningún niño debería criarse sin el amor de su madre. Ese nexo de amor incondicional con tus hijos, es la magia más poderosa que conozco. Debemos aprovecharlo. Yo no importo solo tú y tus pequeños. Al menos les verás convertirse en adultos antes de que caiga la barrera – le dijo cariñoso el hechicero mientras le acariciaba la mejilla y le enjugaba las lágrimas de desconsuelo con sus dedos.

Acto seguido comenzó a recitar una letanía mágica en un idioma desconocido. La cadencia del ritmo aumentó y una esfera de fluido transparente comenzó a crecer y expandirse desde el centro de la torre hasta cubrir una parte considerablemente grande de las inmediaciones. A la vez que la barrera aumentaba de tamaño la esencia vital del mago menguaba, envejeciendo por momentos, hasta que la muerte se llevó a Tolshar con ella y, los restos convertidos en polvo fueron arrastrados por la brisa marina hacia el horizonte.

Una vorágine de imágenes se sucedió ante el atento escrutinio de Zúmazun. Vio escenas de entrañable amor que protagonizaban Shyliadna con sus hijos. Contempló a una madre dedicada por entero a sus pequeños, jugando a salpicarse en la playa o construyendo castillos en la arena. Vio como Shydliana peinaba, con el cariño que solo puede dar una madre, la larga melena de Khellos. Vio como los cuatro contemplaban el atardecer con Khellos en el regazo de su madre y sus hermanos rodeados por los brazos protectores de Shydliana. Vio curarles heridas causadas por las travesuras de los hermanos y las regañinas que las acompañaban. Observó cómo hablaba con ellos y les contaba historias de su padre y de Tolshar.

Los vio crecer y convertirse en jóvenes instruidos y entrenados por los hombres y mujeres que vivían con ellos. Hasta que llegó el día de su veinte cumpleaños, momento en que la barrera desaparecería.
Todo cambió de repente y cuando el panorama cambió drásticamente. Un ejército de malignas criaturas rodeaba la barrera. Los guerreros después de veinte años seguían conservando sus habilidades intactas, un regalo del sacrificio de Tolshar. Estaban preparados para enfrentarse a las huestes que amenazaban el último reducto de la humanidad.
En frente a Shydliana estaba con una sonrisa de suficiencia impertinente Ayshef Tarok.

− No me das ningún miedo, ya no soy la niña asustadiza e ingenua que perseguiste hasta los confines del mundo. Estás maldito desde el día que mataste a tú hijo, el padre mis hijos. Los espíritus que otorgan vida al mundo sufren inefables tormentos al mancillar con tu presencia impía la tierra. Claman venganza y yo se la voy a dar aquí y ahora – prometió con una determinación indiscutible Shydliana

− Vaya, vaya, y como piensas hacerlo puta, es lo que eres y siempre has sido y tus bastardos serán mis esclavos los torturaré y los sodomizaré hasta que pierdan la voz de gritar de dolor jajaja – insultó con desprecio y amenazas Ayshef Tarok

− No les tocarás jamás y nunca volverás a hollar esta tierra con tu corrupto cuerpo, todo está preparado – dispuso Shydliana

Sin darle tiempo de respuesta a su enemigo, Shydliana recitó una fórmula que implicaba su propio sacrificio.

− Sol que alumbras a las criaturas, que iluminas el cielo y nos calientas con tú poder; Océano que nos otorgas vida con las aguas dulces y saladas, que nos nutres con tus animales y permites surcarte con nuestros barcos; Madre tierra fructífera que nos ofreces tus cosechas, tus minerales y tus vegetales para fabricar nuestras construcciones, que nos acoges cuando morimos. Que con mi sacrificio inmole los daños que los humanos os hemos infligido, que con mi sangre se reparen todas las atrocidades que hemos cometido – recitó Shydliana y acto seguido extrajo un cuchillo ceremonial de su túnica y ante la atónita mirada de todos los que la escuchaban y observaban se lo hundió en el vientre.

− ¡Noooo, madre, nooo! – gritó Innos desencajado mientras atrapaba a su madre en la caída

− ¡¿Por qué lo has hecho, no era necesario, por qué?! – chilló impotente Adannos

− Me voy en paz y tranquila porque se … que haréis lo correcto, lo siento por … dejaros así, pero … era mi deber – musitó Shydliana mientras la vida le abandonaba

− Mamá, vete en paz, prometemos que cumpliremos con nuestras responsabilidades y estarás orgullosa de los tres – se despidió entre lágrimas de desconsuelo, Khellos

− Lo sé mi dulce … flor, ya estoy … orgullosa, desde que os vi … siempre estaré cerca de … vosotrosss – dijo por última vez antes de fallecer con sus hijos rodeándola.

Un viento terrible barrió la densa capa de nubes que impedía pasar al sol, que al instante irradió con toda su fuerza la tierra. El océano se agitó furioso y la tierra tembló primero y se resquebrajó después. La poderosa ira de los espíritus se liberó indefectible sobre las criaturas malignas devorándolas, ahogándolas o quemándolas sin piedad.
En medio de aquel apocalipsis un rayo abrasador, un chorro gélido y una lluvia de piedras incandescentes impactaron al unísono contra Ayshef Tarok. Una vez todo se calmó los restos sombríos de su rival se diluyeron en forma de sombra viscosa. La miasma negra se deslizó veloz hacia un destino incierto y desconocido.

Zúmazun observó el emotivo entierro de Shydliana. Vio a sus tres hijos despedirse con un dolor atenazándoles el corazón. Luego les escuchó hablar:

− Sabemos cuáles son nuestras responsabilidades y lo que se espera de nosotros, no solo nuestros congéneres sino también los espíritus – dijo Innos con autoridad

− Sí, los tres hemos tenido sueños premonitorios, el futuro depende de nuestros actos, todos esperan grandes cosas de nosotros, somos la única posibilidad que les queda – afirmó Adannos corroborando las palabras de su hermano

− Si así lo decidimos, no hay vuelta atrás, no hay más que pensar. La próxima vez que nos veamos será en otras circunstancias. Echaré de menos esto, hemos sido felices y nunca volveremos a vivir algo como humanos. Os quiero hermanos, con locura. Cuidaos y sed precavidos y sensatos. Siempre os tendré en mis plegarias – terminó Khellos, que abrazó a sus dos hermanos y los besó a cada uno en las mejillas.

A continuación, Zúmazun presenció el viaje de Innos.




El TEMPLO DEL SOL

Innos acompañado de cuatro de sus instructores contemplaba, en el pico de la montaña más alta, el zigurat invertido que flotaba en el empíreo celeste; refulgía níveo en el cielo despejado como metal candente; sobre él estaba su destino: el Templo del Sol.

Siempre con el norte como referencia habían trazado el azimut y sus cálculos les llevaban a determinar el ápex del templo móvil. Pasaría cerca de su posición, debían ser rápidos y precisos para poder encaramarse a una de las plataformas de subida. La resplandeciente mole flotante deshilachaba las nubes en jirones en su avance incesante como la quilla de un barco que se abre camino en el mar salpicando espuma.

Sin pensarlo, Innos lanzó un cabo que se enganchó a un saliente de una de las plataformas, lo sujetó con fuerzas, e hizo un ademán a sus compañeros de viaje para que le siguiesen. La fuerza inmensa del coloso aéreo les arrastró, dejándoles colgando. Empezaron a trepar con lentitud hacia su destino.

Derial, Sher Drakal, Adril Seymbal y Kajhoj un hombre con la cara y los hombros tatuados hasta la muñeca en negro, con formas geométricas y curvas con formas de flechas, soles, plumas y espirales. Su mirada era siempre intensa e implacable, un desafío permanente brillaba en sus ojos salvajes. Llevaba el pelo corto, pero de su coronilla una cola de caballo ondeaba indómita con la libertad bravía de su espíritu indomable. El último superviviente de las islas prohibidas. Por propia iniciativa, por pura amistad y por el aprecio más profundo hacia Innos los cuatro habían decidido acompañar a su pupilo a enfrentarse con su destino.

Al final llegaron a una de las repisas que daban acceso a la rampa de ascenso del zigurat, comenzaron a remontar lo que sería una larga subida. Cuando llegaron a la cima, un edificio rutilante de mármol blanco con relieves de oro con la forma de un sol radiante les dejó absortos en la contemplación de aquella maravilla.
Sin esperarlo dos leones alados enormes les cerraron el paso.

− El acceso al templo no está permitido a los mortales – retumbaron sus rugidos felinos a la vez

− Me da la impresión que vamos a tener que abrirnos camino hasta ahí dentro – comentó Derial aprestando sus armas para la contienda

− No hemos subido hasta aquí para quedarnos sentados esperando ¿Verdad? – manifestó decidida Adril Seymbal

− Nosotros les entretendremos muchacho, tú ve a convertirte en el Dios del Sol – le dijo Kajhoj haciendo molinetes con su bastón y guiñándole un ojo.

Innos dudó no quería dejar solo a aquellos guerreros cuando más le necesitaban, eran no solo sus amigos eran su familia desde que había nacido.

− Tranquilo, Innos, no temas por nosotros, nuestro destino está unido al tuyo y estamos aquí por voluntad propia, por lealtad, y por amor a tu familia – le animó sincerándose, el aguerrido norteño, Sher Drakal

− Ha sido un honor tener como instructores a los guerreros más íntegros y mejores luchadores; inigualables amigos e incondicionales protectores. Nos reuniremos en otra vida – se despidió con lágrimas de alegría Innos.

Los guerreros se lanzaron por los guardianes del templo, desviando la atención lo suficiente para que Innos entrara su interior.

Corrió cruzando salas como una exhalación, subió escalinatas en busca de la estancia que contenía el artefacto cuyo poder, los espíritus le habían revelado que, le ascendería a Señor del Sol y de los cielos.
Se detuvo fatigado ante unas puertas dobles de oro labrado del tamaño de tres hombres de alto. Se apoyó en ellas para descansar y un fulgor pálido resplandeció en el símbolo del sol radiante de las hojas y de su brazo. Los batientes empezaron a abrirse lenta y pesadamente.

Ante él se mostró una sala circular con cuatro estatuas de bronce colocadas en los puntos cardinales de una rosa de los vientos en cuyo centro levitaba un cetro-lanza con dos alas extendidas y coronado en su extremo superior con una esfera que irradiaba el poder del astro rey.

Innos era consciente de que nada más que pisara el suelo enlosado las estatuas de bronce cobrarían vida y le atacarían. Los mandobles de hoja doble terminados en un semicírculo eran terroríficos.

Los guerreros se batían en un baile trepidante entre garras, plumas y fauces llenas de afilados colmillos. Luchaban a fondo, resistiendo a las criaturas míticas que custodiaban la entrada del templo del sol. Derial agitaba su tridente ante el rostro de uno de los guardianes, mientras Sher drakal intentaba herirlo en la pata traseras. La bestia se giró veloz y en un vertiginoso movimiento se retorció en el aire y lanzó por los aires a sus dos contrincantes.

Adril Seymbal y Kajhoj intentaban mantener a raya al otro guardián con los mismos resultados que sus compañeros. La ágil criatura rechazaba con destreza los ataques y los devolvía con una intensidad que, apenas podían soportar los avezados guerreros. En un giro repentino sobre si misma desplegó las alas y envió a sus dos rivales a varios metros de ella.

Innos decidió seguir una estrategia, sencilla y directa, no podría enfrentarse con uno de aquellos autómatas menos con cuatro a la vez. Debía ser rápido y certero. Esquivarlos con precisión y coger cuanto antes la reliquia sagrada. Sus amigos no resistirían mucho en el patio.
Tomó aire y sin dudarlo inició una frenética aceleración hacia su objetivo. Nada más pisar el piso las estatuas incorpóreas tomaron vida como por ensalmo, blandieron sus espadones y avanzaron en dirección a Innos.

Los cuatro combatientes se habían recompuesto a duras penas. Se habían vuelto a coordinar esta vez con intención de defenderse. Los dos leones alados les acorralaron. Rugieron y empezaron una ofensiva letal. A pesar de sus habilidades Derial repelió a duras penas los zarpazos de su enemigo. Con una violenta embestida tumbó Sher Drakal que chocó contra una columna. Un desagradable crujido se oyó al impactar contra la dura piedra.

Sher Drakal respiraba superficialmente presa de un dolor horrible, con la espalda rota y la visión empezando a nublarse, todavía vio antes de desmayarse, caer sangrando a Derial tras una ráfaga de zarpazos.

Adril Seymbal no pudo frenar la acometida brutal de la bestia, que la atrapó con sus poderosas patas, la elevó pese a su furiosa resistencia y terminó ensartándola en una aguja del techo del templo, no murió de inmediato. La implacable y orgullosa guerrera mientras se desangraba en la altura, contempló impotente, como Kajhoj se sentaba vencido en el suelo tras recibir un despiadado mordisco en una pierna que, le había perforado la femoral.

Innos se movió impávido con una habilidad inusitada tras años de entrenamientos. Los ojos del templo por los que entraba la luz bañaron el baile del joven, fintando; esquivando; amagando. Sus cabellos rubios ondeaban con cada quiebro; resplandecían áureos con cada haz de luz.

En un amago engañó a uno de sus atacantes, con destreza apoyó las manos en el suelo y en una voltereta fluida eludió a otro que al blandir lateralmente su arma terminó desmembrando a uno de los vigilantes.
Con audacia, Innos pasó entre los dos restantes. En el último instante se arrodilló deslizándose por el reluciente y resbaladizo suelo. Los dos centinelas se golpearon mutuamente al intentar alcanzar al muchacho que les burlaba continuamente.

El último rival que quedaba en pie arrojó a la desesperada su pesada espada como si fuera liviana. Innos en un gesto resuelto mientras corría hacia el cetro, saltó girando medio cuerpo. Sorteó el filo segador que le cortó someramente la mejilla y un mechón dorado a la vez que asía, con la diestra, el bastón divino.
No llegó a caer al suelo, centellas lumínicas le rodearon y a la misma velocidad de las fulgurantes partículas ascendió hasta la cúpula y más allá convertido en Dios del Sol.

Una milésima antes de sentir fallecer a sus cuatro paladines con sus recién adquiridos poderes divinos. Innos reclamó sus almas que, se elevaron en forma de rayos hacía su deidad para servirle como arcontes.

Karuel Yanger

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